Cuando se aborda el tema de las emociones en el niño se piensa inmediatamente en dos cosas:
1) la necesidad de su expresión y 2) la pertinencia de su manejo.
Por un lado, se recurre mucho a la tan conocida proposición psicopedagógica de enseñar a un niño a identificar sus emociones, para luego que sea paulatinamente capaz de expresarlas, al tiempo que se le facilitan distintas vías para este fin. Esto último, partiendo de un modelo energético que explica la dinámica de los afectos como tensiones acumuladas que, a manera de arco reflejo, requieren ser evacuadas a través de una descarga corporal: de ahí la idea de invitar a “expresar lo que se siente”, de permitirse llorar cuando se está feliz o triste, de gritar, si es posible o de golpear una almohada cuando se está molesto, de sugerir actividad física al niño que es muy inquieto para que “gaste sus energías”, etc., porque así, en todos estos casos, sobreviene la sensación de alivio, uno que es, sin embargo, momentáneo. Muchas técnicas empleadas en procesos psicoterapéuticos se apoyan en estas mismas premisas.
Por otro lado, se ha popularizado y extendido en nuestros días la noción de inteligencia emocional (I.E.), que atribuye a una competencia cognitiva la capacidad de “gestionar” las emociones, siendo capaz de desarrollarse como muchas otras habilidades sociales y adaptativas. Así, desde esta propuesta se sostiene que centrarse, por ejemplo, en las emociones “positivas” para perseverar en alguna meta es signo de inteligencia emocional. Al mismo tiempo, se propone como una habilidad que permitiría afrontar de mejor manera síntomas y malestares emocionales como la ansiedad y la depresión (puesto que desde este modelo están relacionadas con una baja I.E.), sabiendo cómo moderar los niveles de tensión que provocan y transformando los “aspectos negativos” derivados de estas afecciones en oportunidades de crecimiento y en retos personales a realizar. El interés por el concepto de inteligencia emocional tuvo su auge cuando se pensó en las aplicaciones que podía tener dentro del ámbito laboral (de ahí el uso del término “gestión”) y, por ende, su valor se estima en la medida en que el sujeto es capaz de mejorar su desempeño. En suma, se trata de una capacidad orientada al manejo de las emociones para el logro de objetivos sociales y adaptativos concretos. Desde esta perspectiva, lo que se “gestiona” realmente sería entonces la conducta derivada de una tal o cual emoción, no las emociones mismas.
Ahora bien, pensar en la simple expresión (a manera de descarga) de las emociones es insuficiente para agotar la complejidad de su dinamismo y en todo caso para resolver el problema de su alivio que, como se señaló anteriormente, será momentáneo, puesto que no se está remediando el conflicto psíquico que las pudo haber originado. De esta forma, un niño se sentirá mejor si descarga la tensión provocada por la ansiedad, corriendo o saltando, por ejemplo (así funciona el síntoma de la hiperactividad), sin embargo, probablemente ésta sensación insista nuevaente para buscar otra vía de expresión en tanto se resuelve qué la está provocando; lo mismo para el caso de quien golpea un saco de box o le grita a una almohada para “descargar” la ira.
Tampoco es acertado pensar que las emociones se pueden controlar con el simple hecho de centrarse en pensamientos “positivos” o evitando no tomarse las cosas “de manera personal”, de ver las situaciones difíciles como un reto o de autoconvencerse de que uno puede resolver las cosas mientras se lo proponga. Explicar que la ansiedad y la depresión son consecuencia de no saber gestionar las emociones, debido a la carencia de inteligencia emocional, así como proponer estrategias para su tratamiento apoyadas en las premisas antes mencionadas, puede ser aún más delicado, puesto que no se está considerando la influencia de otros tantos factores etiológicos para estos malestares, al tiempo que se desestima la participación de mecanismos intrapsíquicos que van más allá de la capacidad de la consciencia y la voluntad, tales como la represión, la condensación, el desplazamiento, la identificación, la escisión, la proyección, entre otros procesos inconscientes: el niño que padece de ansiedad provocada por pensamientos obsesivos no puede simplemente desaparecerla al cambiar conscientemente a pensamientos más placenteros, tampoco es posible que decida qué es lo que puede tomarse o no personal cuando un compañero lo insulta en la escuela, ni tampoco proponerse el confrontar y superar un miedo como un reto personal. En el adulto tampoco es posible.
¿Qué es lo que mejor puede hacer un niño para lidiar con las emociones si no es posible su alivio prolongado al descargarse, ni tampoco su manejo consciente, si no es a través, más bien, de la regulación de lo que se hace con ellas? Uno de los recursos más importantes con los que cuenta es el de la simbolización. Este proceso consiste en posibilitar al niño las vías más adecuadas para que pueda enlazar la emoción experimentada con una imagen mental, con un símbolo que le permita significar o resignificar lo que se siente, de esta forma las emociones podrán ser “descargadas” a nivel intrapsíquico y no necesariamente con el quehacer del cuerpo.
¿Cómo se logra esto? Permitiéndole hablar, por ejemplo, de lo que sintió y pensó luego de golpear una pared, de prestarle palabras, cuando no le es posible hacerlo si la ira o la angustia lo han desbordado, puesto que los símbolos, que sustituyen la realidad concreta, posibilitan el pensar: cuando un afecto se enlaza con un pensamiento ya no es necesario su emergencia abrupta en el actuar, pues si es posible enunciarlo es porque antes se pudo pensar. Si no hay manera de hablar, los símbolos se alojan también en el juego y en la fantasía, en los juguetes que dramatizan las emociones que no se pudieron comprender o siquiera pensar, en las líneas y trazos que se realizan en el dibujo, que es una prolongación del mundo interno, en las notas que se interpretan al cantar o con un instrumento, en los cuentos y novelas que se leen y en los versos que se escriben, en el diario que permite al adolescente simbolizar afectos y experiencias complejas, incluso los sueños tienen esta misma finalidad.
El arte, la fantasía y el juego (este último mucho más económico y de valor inestimable) son las mejores vías por las cuales, tanto el niño como el adulto, tendrán la posibilidad de simbolizar y no sólo de “descargar” sus emociones. Se trata de un proceso intrapsíquico, inconsciente, que si bien no puede ser dirigido o controlado (como se esperaría de toda estrategia para regular las emociones), se puede facilitar cuando se le invita al niño a jugar, a imaginar o a hacer arte, así como al promover el uso de espacios (tanto físicos como de tiempo) destinados para ello, que no tienen por qué ser necesariamente especializados, a menos que se requiera de la asistencia profesional, cuando el conflicto que origina dichas emociones no se ha podido resolver por estas vías.
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