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Foto del escritorAlejandro Villegas

Lo terrible de lo igual en la infancia

Un niño construye la imagen de sí mismo en el encuentro con el semejante, quien le presenta a su vez su propia imagen como respuesta confirmatoria respecto a su ser, pues al mirarlo y enunciarlo éste le corrobora su existencia. La identificación con el otro brinda estructura, permanencia y pertenencia gracias a la capacidad de sostén que puede otorgar su presencia si es dedicada, prolongando en el niño la sensación de existir. Así comienza la constitución de eso que llamamos “yo”, un proceso que, paradójicamente, comienza en el otro.



De igual valor que la identificación de la propia imagen en el semejante, como parte del proceso de constitución psíquica, es la pertinencia de su progresiva diferenciación, pues la trampa de esta apropiación imaginaria (relativa a la imagen, no al concepto de imaginación) es la inevitable sensación de confusión respecto a aquel que sirvió de modelo para construirse. En otras palabras, el niño requiere de la imagen y presencia del otro para comenzar a constituir su yo, pero al mismo tiempo experimenta la angustiante fantasía de fundirse con aquel, sintiendo que su singularidad está en riesgo al difuminarse los límites entre ambos.



Muchos son los factores que refuerzan la angustia por la realidad de dicha fantasía, siendo principalmente la permanencia insistente del otro, de lo igual, su principal característica y la respuesta defensiva resultante se traduce en la agresión. Ya sea que se exprese de manera física o verbal, ésta reacción cumple con la función apremiante de mantener al otro “a raya”, en el límite entre su cuerpo y el propio, lejos de la posibilidad aterradora de perderse en una masa indiferenciable que no permite la singularidad; la agresión surge, pues, como una reacción desesperada que intenta confrontar y repeler la presencia intrusiva y asfixiante del semejante que obstaculiza el papel vital de la ausencia, la separación y la diferencia.



El contexto habitual de un niño está lleno de situaciones en las que lo igual insiste en mantener desdibujadas las diferencias y por ello es proporcional la manifestación constante de la agresión de la que tanto se queja el adulto:


- En el sistema familiar, donde los hermanos (iguales en condición de hijos) encarnan la lucha por la supremacía frente al reconocimiento y el amor de los padres, comienza esta pugna por la diferenciación, pues aquí el riesgo de “ser suplantado” es más inminente.

La tendencia de los padres por proveerles “lo mismo” a cada uno de los hijos (ropa, juguetes, antojos, escuela, actividades recreativas, etc.), ya sea por practicidad o porque “así debe ser el amor a los hijos, todo por igual”, puede resultar inconveniente si no se proporciona con la singularidad traducida en la capacidad de elegir del niño; para los gemelos estas vivencias se ven aún intensificadas por un cuerpo Real que se comparte en su equivalencia física con el otro.



- La escuela, que insiste en homogeneizar la experiencia educativa para facilitar la estandarización de los procesos de enseñanza-aprendizaje, es el principal escenario donde la agresión entra en escena y no es de extrañar, pues ¿qué hay más angustiante que sentir que la singularidad se difumina entre salones y pupitres dispuestos todos por igual, entre iguales ataviados con el mismo uniforme que compiten todo el tiempo para sobresalir frente a los maestros y con números de lista que suplantan los nombres propios?



- La lucha por la diferenciación se prolonga hasta la adolescencia, abarcando ahora las disputas entre grupos y pandillas para sobresalir (sobrevivir) frente a las otras y de ahí a la adultez, que perpetua la misma tendencia a marcar las diferencias (ahora ideológicas) recurriendo a la agresión, cuando lo igual se vuelve insufrible.



La presencia del otro, como marca de lo igual, es pues, fundamental, en tanto que brinda soporte y estructura, además de proveer coordenadas de identidad y pertenencia, no obstante, debe dosificarse con la intermitencia de la ausencia para permitir a su vez ése espacio vital que promueve la diferenciación e individuación y la ausencia se presenta a veces en forma de lo diferente, de lo heterogéneo y lo singular. Así y a pesar del apoyo mutuo y las alianzas que puedan existir, las relaciones fraternas pueden tornarse hostiles porque se tiene que compartir casi todo con los hermanos (incluso a los padres), la escuela puede promover la pertenencia y unificación del grupo bajo un mismo Escudo y uniforme, aunque ello suponga también indiferenciación y necesidad de competencia y los grupos sociales, portadores de una misma ideología, pueden perder toda “cordura” si se admite la inclusión desmedida e injustificada. Pensar que todos cabemos en el mismo recipiente forzosamente deja a unos afuera y al resto asfixiándose. Este puede ser uno de los principales males de nuestra sociedad contemporánea. El ambiente del niño debe considerar que, si bien la homogeneidad puede brindar sostén y seguridad, también puede suscitar lo terrible de perder los límites en el semejante y eso excita la agresión.



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